Anotaciones

American Dream

Los mexicanos tenemos una relación especial –mortificada sería una palabra mejor– con los Estados Unidos. Su giro actual y franco hacia el fascismo no nos sorprende tanto. Acá, me parece, nadie se ha hecho ilusiones –nunca– acerca de las intenciones o los intereses de aquel país, ni siquiera durante los gobiernos de presidentes supuestamente progresistas como Barack Obama. Nos ha servido conocer un poco de historia nacional: las intervenciones, invasiones y manipulaciones de aquel país contra el nuestro, que se remontan al siglo XIX. Y si ha faltado ese conocimiento, el racismo está ahí, bien visible, semejante al racismo local y a la vez inconfundible: el lado oscuro del American Dream.

Por otra parte, al mismo tiempo que sabemos de la alevosía de nuestro «vecino del norte», y entendemos el aumento de su crueldad como algo que no ocurre de pronto, sin causa, nos atrae la cara brillante de aquel sueño: sobre todo, su promesa de prosperidad. Las razones son obvias. Sabemos que la gran mayoría de quienes migran a Estados Unidos lo hacen buscando, simplemente, una vida mejor, salarios más elevados, mejores oportunidades. El asunto se vuelve muy complejo, a veces inabordable, porque en él hay, además de problemas sociales y políticos de lo más difícil, emociones profundas.

He aquí un solo ejemplo. Hace unos 20 años, Heriberto Yépez publicó en alguno de sus blogs –después lo borró, pero yo recuerdo– que la migración a Estados Unidos era un proceso darwiniano, por el que los mejores y los más fuertes se iban de México y (este era el aguijón de su comentario) nos dejaban atrás a nosotros, los perezosos del sur y del centro. Los inferiores. Yépez quería trolear, desde luego, pero sabía que estaba apuntando a un sentimiento real de muchas personas que no emigramos. Aun cuando la migración es siempre azarosa, no se emprende a la ligera, en muchos casos implica verdadero peligro y rara vez representa un auténtico ascenso social –aumentos de consumo o poder adquisitivo no equivalen necesariamente a movilidad de clase dentro de la sociedad estadounidense–, sí hay una mitificación, en especial entre la clase media nacional, de la figura de quien se va a otro país. La imagen ridícula del que se marcha unas semanas a pasear a Europa y regresa hablando español con acento, como si ya se hubiera asimilado a otra cultura, es objeto de burla, pero también de un resentimiento secreto: de envidia, por no tener ni siquiera un pretexto para fingirse superior. El complejo de inferioridad nacional cala profundo.

Me tocó ver esto de cerca hace tiempo, más o menos cuando el comentario de Yépez, pues conocí a un mexicano que se había marchado a Estados Unidos años atrás y entonces volvía con mucha fiesta. Había migrado legalmente: era profesor y se le había invitado a dar clases en una universidad de allá. Su historia era de éxito: estaba casado con una estadounidense, ya había obtenido su propia ciudadanía y, además, había ganado una plaza permanente (tenure, como se le llama) en la universidad. La vida hecha, pues.

—¿Cómo pueden ustedes —me preguntó, la única vez que conversamos— seguir viviendo aquí con esos salarios de hambre?

Nunca volvimos a coincidir y no recuerdo ninguna otra cosa que me haya dicho. Me sentí muy ofendido. Todavía me siento así. ¿Se le había olvidado ya cómo se vive en pesos en vez de dólares? ¿Le daba gusto comparar su triunfo con nuestro fracaso? ¿Era eso lo que estaba haciendo, o yo estaba juzgándolo desde mi propia sensación de insuficiencia?

Ahora que el régimen de Donald Trump está anunciando la venta de visas especiales, para personas «importantes», a cinco millones de dólares por cabeza, convirtiendo la migración en una oportunidad para lavar dinero asequible a muy pocos; ahora que empiezan deportaciones injustificadas y traslados a campos de internamiento, ahora que se quitan trabas al racismo y la discriminación institucionales, he vuelto a pensar en el profesor. Los políticos de allá no solamente atacan a las personas indocumentadas, sino que hablan de eliminar las tenures, de retirar ciudadanías a capricho, de incrementar la presión sobre cualquier persona «diferente»: indeseable, según ellos, aunque aún hay quienes sientan pudor de usar semejantes palabras. Quiero decir que nadie parece estar a salvo. Incluso, ya no me parece imposible una especie de éxodo masivo de personas, mexicanas o de origen mexicano, acomodadas o no, enviadas aquí por la fuerza. Los que tienen el poder allá tienen la voluntad de planear lo que otros consideraríamos monstruoso, impensable.

Y el profesor podría estar entre las personas expulsadas, arrojadas a México entre ruina y violencia.

Lo pienso y he llegado a una conclusión. No quiero que al profesor le pase algo así. No quiero que le pase a nadie. Habrá quien vea esos horrores y sienta schadenfreude: el placer que proviene del sufrimiento ajeno. Yo no. Si el mundo será de los peores, de los ojetes (para decirlo en mexicano), yo no lo quiero.

No me consuela saber que esto que digo es verdad porque nada puedo hacer para cambiar esta parte del presente: porque el poder que puede conseguirlo no está aquí, sino allá, en manos de un grupo de monstruos. Pero tendré que aferrarme a esa certidumbre.

7 pensamientos sobre “American Dream”

  1. Olga dice:

    Excelente reflexión socio, histórico, política..

    1. Alberto dice:

      Muchas gracias.

  2. Marta dice:

    Monstruoso lo que está ocurriendo. Y Usted lo dice muy bien en este contexto.

  3. Marta dice:

    Monstruoso lo que está ocurriendo en EEUU, en contra de todas las personas latinas y de diferentes lugares que han ayudado con su esfuerzo a enriquecer ese país.

    1. Alberto dice:

      Así es, tristemente.

  4. Rafael López dice:

    Gracias por tu reflexión, Alberto. Saludos.

    1. Alberto dice:

      Saludos y gracias, Rafael.

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