El 3 de octubre del año pasado murió David Huerta (1949-2022), gran poeta de México y el más querido de mis maestros. Este artículo acerca de su vida y obra apareció en El País en aquellos días y lo recupero ahora con una nota adicional.
Conocí a David Huerta hace casi treinta años. En 1993, él impartía un curso anual para escritores emergentes –que se prolongó, una semana de cada noviembre, durante el resto del siglo XX– y fui invitado a unirme al grupo.
Aquellas sesiones son de las tres o cuatro cosas más importantes que han ocurrido en mi vida. Gracias a ellas tuve la ordalía, la prueba final para decidir qué iba a tratar de hacer con mi futuro, porque ahí encontré la literatura en estado puro, es decir, luminosa y viva y abierta a todo: una forma de estar y de existir en el mundo. David nos enseñó muchísimo de libros y autores, de todas las artes, y también (sorpresa, maravilla) del simple oficio de escribir, que él siempre llamó un trabajo, con toda la humildad que requiere semejante palabra y todo el respeto que merece. Cada semana de nuestro curso se daba tiempo de redactar y entregar a tiempo su columna periodística; nunca fue arrogante ni presuntuoso a pesar de ser ya, desde entonces, uno de los grandes poetas de México, y un editor, traductor y ensayista de renombre, respetado y leído.
Como sus otras labores, su magisterio se prolongó durante toda su vida, por varios países y en las universidades de la Ciudad de México (UACM) y Nacional Autónoma de México (UNAM). En esta última David dirigió, hasta estos días, una cátedra extraordinaria de poesía con el nombre de Octavio Paz. También seguía dando cursos por su cuenta: la semana pasada alcanzó a completar una sesión acerca del Quijote conun grupo que tenía. Se veía bien, nos dijo hoy una alumna, y dio la clase como siempre. Esto significa que fue brillante, erudito, generoso. Toda la gente que haya aprendido de él contará, en adelante, historias parecidas.
Hijo de Efraín Huerta, uno de los grandes poetas mexicanos del siglo XX, David siguió sus pasos –asumiendo de frente el riesgo que esto implicaba– y respondió al desafío creando una obra completamente diferente. Su primer libro fue El jardín de la luz (1972), inspirado en parte por la masacre de Tlatelolco en 1968, que David vivió en carne propia, como uno más de los estudiantes que se manifestaban en la Plaza de las Tres Culturas cuando el ejército empezó a disparar. La luz está amenazada en esos poemas límpidos y al mismo tiempo profundos, doloridos; esa inocencia perdida, sin embargo, regresó una y otra vez como asombro ante el universo, como afecto y curiosidad y compasión ante el lenguaje, la Historia y la especie humana. Fue otra luz: otras muchas luces de todos los colores y tonalidades, en el resto de su obra.
Van ejemplos: en Versión (1978) la luz es brillantísima, un reflector que ilumina la labor intrincada de un hombre que se encuentra con su tradición y su tiempo; en Incurable (1987), su libro más extenso, la luz se vuelve negra, para mostrar a una conciencia y un cuerpo amenazados por la destrucción; Lápices de antes (1994) y La música de lo que pasa (1997), paseos por el final de siglo XX, tienen luces multicolores de pantallas y del Sol en numerosas latitudes; “Ayotzinapa” (2014), poema escrito en recuerdo y protesta de otro crimen de estado –la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, cuyo destino aún no se sabe con total certeza–, está iluminado por llamas literales y llamas de rabia, que en aquel año fueron conocidas por todo el mundo mediante rápidas traducciones a varios idiomas.
La obra de David Huerta mereció muchos premios, incluyendo, en 2019, el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances. Cuando lo recibió, David dio un discurso donde habló de un “poema conjetural” que es el de la especie humana: que creamos entre todos enlazando nuestras vidas. Tenía razón, aunque ahora se puede agregar que ver ese poema no era tan fácil. Debía hacerlo alguien de enorme erudición y cualidades humanas: alguien de la luz, como él, que además la compartió siempre, tanto en sus clases y sus textos como en su vida diaria. En ella acompañaba a su esposa, la gran narradora mexicana Verónica Murguía, y (tuve ese privilegio) ambos llevaban a sus escuchas a charlar sobre gatos y Shakespeare, sobre el Siglo de Oro y el cine, sobre los males y los bienes de cada día. Intento “procesar” la pérdida con las palabras de esta nota. Cuesta mucho. Pero es lo menos que quienes aprendimos de David Huerta podemos hacer ahora: difundir el recuerdo de esa vida y esa obra luminosas, para ayudar a que siga entre nosotros.
Nota del 19 de mayo de 2023: algún tiempo después de publicado este artículo, supe del que tal vez sea el único cuento publicado por David Huerta: «Imitación de J. G. Ballard», que a pesar de su título es más un divertimento borgesiano o nabokoviano, la vida entera de un hombre codificada en el índice de un libro. En ese índice aparezco mencionado, brevemente. Nunca lo supe mientras vivió David; el guiño afectuoso, inesperado, me reavivó por igual el dolor y la felicidad.
El gran David, amigo. Gracias por difundir su obra.
¡Gracias a ti, Citlalli! Te mando un abrazo.
Gracias por este comentario luminoso sobre el gran poeta David Huerta.
Al contrario. 🙂