László Krasznahorkai es un autor de libros exigentes: su prosa es densa, sus estructuras poco convencionales, sus oraciones complejas… y largas, largas, larguísimas. Va a haber un buen número de personas que se queje cuando intente leer sus novelas, que además no son convencionalmente “amenas” o “entrañables”. Pero la cualidad más importante de su prosa es una que a lo mejor nos hace falta. Es su manera de concentrarse en diferentes elementos del mundo que describe (personas, ambientes, objetos) de una forma tan intensa y detallada que incluso la escena más calmosa y aburrida puede volverse enloquecedora. “Examinar la realidad hasta llegar a la locura”, dice el mismo Krasznahorkai, y su obra es rara en la ficción contemporánea porque no nos está llevando a una conclusión, no espera que la “consumamos” tan rápido como sea posible, sino que intenta que “vivamos” en sus historias, que participemos de la experiencia de una vida ajena –la de un personaje, la de un grupo humano– con tanta plenitud como es posible en un texto escrito. Además, sus argumentos, que con frecuencia tienen que ver con el declive y destrucción lentísimos de comunidades e individuos, también pueden resultar benéficos en un tiempo de tribulaciones como el que estamos viviendo. Aunque sus personajes pueden hundirse y desaparecer, el existir en las páginas les da la dignidad que con mucha frecuencia no le queremos dar a incontables personas reales.
(Por una vez me tocó sí haber leído al autor que gana el Premio Nobel de Literatura antes de que lo reciba. Me hubiera gustado mucho que lo obtuviera Cristina Rivera Garza –sobre lo cual se especuló mucho aquí en México, a partir de notas sobre apuestas alrededor del Premio–, pero la obra de Krasznahorkai es extraordinaria por derecho propio. Se hizo mundialmente famoso en 2011, cuando se estrenó El caballo de Turín, la última de las películas que escribió para el cineasta Béla Tarr, y esa –como su novela Tango satánico, por ejemplo, que también fue llevada al cine por él y Tarr– es una obra que vale la pena revisitar en este época donde hablamos tanto de apocalipsis. Como mínimo, nos acordaremos de que el universo entero se muere, quizá, pero lo hace muy, muy despacio. Y mientras tanto, nosotros seguimos vivos en él.)
